En la madrugada quiteña hago un ejercicio de desdoblamiento. Me levanto y me dirijo en dirección norte – sur, mientras “los normales”, van sur – norte buscando un merecido reposo de su jornada laboral.
El “norteño” advierte que en los túneles del centro de Quito, tienen un umbral hacia lo desconocido. Cuando el sol todavía está lejos de querer asomar, si se vira a la derecha del túnel de San Roque, se tropieza con un mundo que difícilmente era concebible aún para su inconsciente. Abajo hay una ciudad que duerme, arriba el día tiene un buen rato de haber iniciado, pues la feria se efectuará como cada martes. Llegan toda clase de vegetales perfumando la desprolija calle Loja y el vaivén de los comerciantes es sonorizado por “el swing de la rockola”, pero este movimiento intenso, que es un paréntesis de las somnolientas luces que se ven cuesta abajo, sobresalen surreales personajes, aquellos que como hormigas, van y vienen con cargas que aparentemente multiplican su peso corporal.
Con 20 centavos ganados por carga realizada, se necesita trabajar hasta que amanezca para poder tener para la comida. Condición física, estado de salud, son problemas menores si del diario vivir se trata. Son evidentes los estragos que causa “el oficio de cargador” con posturas que obligan a mirar al piso y pasos desprolijos productos de múltiples lesiones, las cuales son difíciles de tratar, puesto que la pobreza y falta de organización hacen de la atención médica un lujoso sueño.
Es una pesadilla andante, pesadas cargas por míseros centavos, pareciera un desolador escenario del “no futuro”, pero hay gente que no lo ve así. “los guaguas van a la escuela”, es una confesión alentadora de uno de los cargadores, aunque seguida de un latigazo “desde los diez años nos ayudan con la carga”, lo que implica que estos chicos estudian y trabajan, algo que suele ser un drama para un universitario aniñado es ley de vida para los más humildes.
El vaivén de los marginados sigue en el mercado de San Roque y don Aurelio Oto accede a mostrar su vivienda con la esperanza de que los periodistas los saquen de su pobreza. Aurelio ha tenido dotes artísticas, pues él formaba parte de una banda de pueblo de su natal Sigchos. En las inmediaciones de la Cumandá y Ambato vive Aurelio, quien a sus 35 años, ya es padre de cuatro criaturas, ellos y su mujer viven en un cuarto cuyas dimensiones serían ocupadas por un quiteño de clase media, para dormir él solo en aquella madrugada en la que los Oto – Toaquiza llevan buen rato en actividad.
María Toaquiza, esposa de Aurelio, está muy ilusionada con los extraños, pues ella ha visto en la televisión que gente como ella es ayudada por visitantes más afortunados y que tienen relación con los medios masivos. Creí que les iba bastante bien al ver una olla repleta de arroz con pollo, María cuenta que ese potaje lo vende en el mercado para redondear ganancias, pues para ellos, solo queda ingerir “una sopita, arrocito y café”. Los chicos de la pareja siguen dormidos, la niña más pequeña se incorpora ante la presencia de unos extraños y pronuncia un muy correcto “buenos días” (cómo quisiéramos ver esos modales con los chicos de nuestras familias) y mientras se va haciendo de mañana, Aurelio nos despide con la ilusión de que podamos hacer conocer su arte, que el y la banda a la que pretende reunir, puedan ser conocidos y poder seguir tocando su saxo.
Es reconfortante como un hombre puede seguir pensando en sus sueños, a pesar de la enorme carga que lleva en su espalda, soñando mientras allá abajo, la ciudad despierta de su sueño y empieza una jornada que en San Roque tiene algunas horas de iniciada ya. Cuando regreso a mi cómoda cama norteña, duermo y vuelvo a despertar con la sensación de que viví un sueño, una realidad diametralmente ajena a la mía.
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